Qué tristes son los recuerdos: cuando desgarran el alma…!

Mi vida de niño cambió cuando llegué a Venezuela en septiembre de 1961.  Hay momentos que no se borran de mi mente, como cuando mastiqué el primer “chicle bomba” que me regalaron en la Calle Real de Sabana Grande, a la semana de haber llegado a ese país de ensueño.  Llevaba años sin probarlos.

Los sacerdotes salesianos de la Escuela San Juan Bosco de Sarria, me hicieron monaguillo y me conminaron a soñar con convertirme en sacerdote, aunque al final descubrí que esa no era mi vocación… pero me hice “explorador” y participé en el primer reencuentro de “scouts” a nivel mundial, que se llevó a cabo en Venezuela: ¡en Higuerote!

Luego me enamoré de una pavita (pepilla) bellísima – pasada de peso – que vivía en la urbanización El Paraíso: Lupita.  Murió de leucemia en mis brazos cuando apenas teníamos ambos 15 años.  Fue por esa época que mis padres me enviaron a estudiar “high school” en el estado de Washington, donde pasé unos años maravillosos, aunque lejos de Venezuela.

En Venezuela, cuando llegaba diciembre, patinaba con mis amigos hasta la madrugada.  La nota culminante de aquellas patinatas era robarnos el pan y la leche que los motorizados portugueses dejaban frente a las viviendas de los vecinos.

De nuestro apartamento del Edificio Rubén Darío, en la Ave. Vollmer con Galipán de San Bernardino, en Caracas, se podía ver el esplendoroso Cerro Ávila, que al llover cambiaba su cara y se convertía en un inmenso jardín verde.

De regreso a Venezuela desde EE.UU., comenzó una nueva etapa en mi vida.  Conocí los trajes Montecristo y me debatía entre Los Melódicos y la Billo’ Caracas Boys.  Comencé a soñar en ser como Ariel…!!!

 

 

Todos los viernes montábamos un “guateque” distinto en las antiguas casas de San José, colindando con nuestra urbanización: San Bernardino.

Comenzaron las discotecas: “La Eva” (mi favorita), “El Farito”, “La Lechuga” (para los sifrinos), “The Flower”, “El Hipocampo”, el exclusivo “Le Club” y paremos de contar.  Luego de una noche de farra, la “nota final” culminaba en la “Arepera Las Tres Esquinas”, en Los Palos Grandes y si no era muy tarde, en el carrito de perros caliente de Filipo, en Altamira.

 

 

Siomi con Filipo

 

Fue en esa época cuando me puse en mi primer carrito: un VW del año 61 que heredé de mi madre.

Con el producto de mi primer trabajo, me compré – a crédito – una moto Suzuki 500, con radiador incluido.  En esa maravillosa moto me fui a los famosos “Carnavales de Carúpano”, a unas 10 horas de carretera de Caracas.  Fue una experiencia inolvidable.

 

 

En los carnavales no podía faltar la rumba en el Hotel Tamanaco, donde bailábamos con las “negritas” y en ese mismo famoso hotel desayunábamos los 1ros de enero, luego de recibir el Año Nuevo.

¿Y las pizzas de “Tomaseli” en Macuto?  De vez en cuando disfrutábamos de los calzones de Da Pippo, en La Castellana y los sándwiches cubanos del “OVNI”… (o del “Cubanito”), en el primer centro comercial que se construyó en Venezuela: el “Centro Comercial Chacaíto”, donde quedaba el “Le Drug Store”, propiedad del famoso Papillón, a quien conocí y con quien mucho conversé entonces… o el famoso “Papagayo”, donde hacían unas pastas deliciosas, sin olvidar nuestro restaurante favorito, ya de novio con Siomi: ¡el Padrino!

 

 

Con Siomi en el Restaurante El Padrino de Altamira Sur, en Caracas.  Ahí cenábamos lomito a la cereza con puré de castañas y pasta.

 

En el sótano de aquel centro comercial del Centro Comercial Chacaíto, me compraba la ropa de moda de entonces: en “Carnaby Street”… y mi primera computadora de 36K de memoria – una Pet Comodore – se la compré a Pete, en ese mismo centro comercial.

Llegaba Semana Santa y no pelaba las playas de Falcón… y los islotes de Morrocoy.  Más tarde, ya asociado con Antonio José Cisneros (QEPD), volábamos en nuestra avioneta – una Cénica II de dos motores – al islote de Los Roques: ¡algo fuera de serie!

 

 

 

 

Mi vida fue cambiando constantemente y en enero de 1974 conocí a quien sería la compañera de mis sueños: Siomi… Siomara con “S” de “special”.  Ella me hizo adicto al club “Playa Azul”, donde sus padres tenían una acción y una adorable cabaña (La Cabaña 29), a menos de 50 metros del mar.  A “Playa Azul” acudíamos todos y cada uno de los fines de semana, hasta que llegó la noche.

 

En Playa Azul crecieron nuestros cuatro hijos.  Todo era un “Disney World particular”: las arepitas dulces, cargadas de anís… los revoltillos y las panquecas de Izaguirre.  En su marina alojamos nuestras dos lanchas, primero “La Cienfueguera” y más tarde “La Cascarita”, cuyo nombre honraba a nuestra hija María Carolina… el Bar K, la Pista Negra y, sobre todo: ¡la playita de los enamorados!

Con el pasar de los años me aficioné a los caballos de paso y adquirimos la Finca Daktari, donde crecieron nuestros dos primeros hijos y nacieron los dos últimos: Alejandro y Eduardo.

Daktari estaba enquistado en “nuestra montaña mágica”.  Al amanecer uno podía oler el “mastranto llovido”.  Cuando caía la niebla, nos sentíamos en Suiza.  En diciembre teníamos que arrimarnos al calor de la chimenea y en verano no hacía falta aire acondicionado.

Desde nuestra terraza veíamos el Cerro Ávila, que ya era nuestro… hasta que “la revolución” le cambio su nombre y tuvimos que irnos a nuestro segundo exilio.

 

 

Son muchos los recuerdos que nos acompañan.  Imposible olvidarlos: ¡y duelen!

En 1969, mi tío-padrino – Armando Alonso, QEPD – escribió y publicó su poema más famoso, titulado: “La Casa de los Abuelos”.  Nuestra historia se repitió en la suya, treinta años más tarde.

Hoy, a mis casi-70 años, su sentido poema recobra vida en mi corazón: ¡y en mi alma!

 

La Casa de los Abuelos

 

 

De izquierda a derecha en la foto tomada en Santa Clara (Cuba) en 1947. La tía Maíta Betancourt,  el tío Armando (autor de este poema), la tía Florita Sed, la prima Carmencita en los brazos de José Manuel (su padre), Conchita y Richard (mis padres).  La Abuela Carmelina (QEPD), Pepe (nuestro primo mayor) y Don José Alonso

 

Cuba treinta y nueve y medio,

más tarde cincuenta y tres,

moderno doscientos seis;

la casa de Santa Clara.

¡Qué tristes son los recuerdos

cuando desgarran el alma!

 

Amplia puerta que da acceso

a la acogedora sala;

tres ventanas a la calle

que llenan de luz y gracia

la casa de los abuelos,

la casa de Santa Clara.

 

De madera son las vigas,

de barrotes las ventanas;

tejas rústicas el techo

que lanza chorros de agua

por sus roídas canales

al patio central de malvas.

 

Un espejo ovalado

refleja las porcelanas

y las consolas de mármol,

el sofá y las butacas,

todos de factura antigua

que amueblan la bella sala.

 

En ausencia del abuelo,

preside la santa casa

nuestra muy querida abuela,

a quien veneran amigos,

a quien bendicen mendigos,

y sus hijos idolatran.

 

El toque de las campanas

de la vetusta Pastora

despierta a sus moradores

desde horas muy tempranas.

principia así un nuevo día,

igual ayer que mañana.

 

Siempre está abierta la puerta,

siempre la acogida es franca

para el amigo que llega,

para el mendigo que llama,

para el extraño que pasa,

y a todos afecto alcanza.

 

Suave y feliz es la vida

en aquella vieja casa.

el tiempo corre apacible

que de bronce un reloj marca.

¡Quién detuviera tu ritmo

de presentir la desgracia!

 

Los días de Nochebuena

— alegría  en los mayores

bullicio en la muchachada –,

reúne allí nuestra abuela

a nietos, hijos e hijas

y a todos cuantos la aman.

¡Qué triste son los recuerdos

cuando desgarran el alma!

 

Un día sobre la patria

se desató la tormenta

con fuerza tal, que a su paso

todo cuanto encuentra arranca.

¡Que a tanto llegan el odio,

el rencor y la venganza!

 

¡Cuán triste ha quedado todo!

Una soledad que espanta

se cierne sobre la casa

otrora risueña y clara,

llena hoy sólo de recuerdos

que hieren cual fiera daga.

 

Se acabaron las reuniones;

se dispersaron las almas;

unas hacia el infinito,

en busca de eterna calma,

otras por el ancho mundo

sin rumbo fijo, sin nada.

 

Fuera de la Patria amada,

en el corazón frialdad,

en la mente, brumas vagas;

pidiendo siempre en el rezo

hallar algo que mitigue

el vacío, la añoranza.

 

No hay lugar que nos cobije,

no hay consuelo ni esperanza.

pasan las horas, los días,

y toda ilusión es vana

del regreso a nuestra casa;

la casa de Santa Clara.

¡Qué tristes son los recuerdos

cuando desgarran el alma!

 

Armando J. Alonso García

 

 

Mi familia en “La Casa de Santa Clara”, Cuba (1946)

 

Miami 27 de julio de 2019

 

Robert Alonso

 

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